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11:04
Cuarto Domingo de Cuaresma

Reflexión de Francisco José Jaspe Anido

 

Este domingo el apóstol Juan nos presenta uno de los milagros de Jesús: la curación de un ciego de nacimiento; y para curarle se produce un cierto paralelismo con otro gran milagro: el de nuestra propia vida, la creación del hombre, pues si Dios creó el hombre a imagen y semejanza suya y le insuflo vida mediante su aliento divino, en este evangelio, el Hijo del Hombre, Jesucristo, curara al ciego con su saliva y barro. El Verbo Divino ha venido a curar y a salvar, no a condenar. El ciego no le pide nada, pero para Jesucristo el corazón del hombre es transparente. Podríamos llegar a pensar que el que no sabe lo que se pierde, el que nace ciego, está casi acostumbrado a ello, y sin embargo ¿quién no aspira a deleitarse con las maravillas de la Creación Divina?

 

Juan nos habla ciertamente de ceguera, de la ceguera del hombre y de los milagros de Dios. Pero en este pasaje tenemos también la ceguera espiritual de los judíos ultraortodoxos como los fariseos, que no eran capaces de ver ni creer que tenían delante al Mesías. Ellos, viendo no creyeron y, sin embargo, el ciego, sin ver creyó, quizás porque los ojos de su corazón sí estaban muy abiertos.

 

La luz, eso es lo que buscamos al mirar a lo alto, y más cuando estamos en épocas de tinieblas o de miedos, pero como recordaría San Pablo en su Carta los Efesios: Antes erais tinieblas, pero ahora sois Luz por el Señor. Vivid como hijos de la luz… Por eso en nuestra ayuda siempre acude la Fe en el Señor, la Fe que nos lleva a tener esperanza, a que siempre confiemos que tras la noche más oscura amanecerá una nueva y resplandeciente mañana.

 

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