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El camello cojito y Manuel

Octavio C. Velasco comparte con nosotros este relato navideño.



“Te voy a contar un cuento, un cuento chiquirritín, tendrás que cerrar los ojos y así soñarás feliz. Mi cuento tiene una ola, un barco hundido está, un pez, una caracola y una sirena en el mar”.

Así comenzaba Bea, su profe, el cuento que todos los días les contaba en clase. Siempre a la misma hora, después del segundo recreo, un poco antes de la salida. Cada día uno diferente. Lo contaba mientras iba pasando las páginas del libro y los niños y niñas miraban los dibujos, mientras imaginaban en su cabecita y en su corazón lo que pasaba.

Ya se habían puesto el abrigo y tenían la mochila preparada para, en cuanto tocara el timbre, salir en fila al patio, donde los esperaban sus mamás y, a veces, sus papás o las abuelitas o los abuelitos, para ir a casa a comer. Nadie tenía prisa, todas, todos, lo esperaban con ilusión. ¿Cuál sería el de hoy? ¿Qué pasaría?

Al final, Bea les hacía preguntas sobre el cuento que les había contado; así que, convenía estar atentos si no querían quedarse sin saber qué decir. A Manuel le gustaban mucho y se imaginaba las historias en su cabecita, casi ni miraba los dibujos. Solía estar muy atento pero, el último día, justo el día antes de las vacaciones, no pudo evitar quedarse medio dormido. Hacía mucho frío en el patio y, al entrar a clase, con aquel calorcito, sentadito en su mesa, se le empezaron a cerrar los ojos. No podía, se le bajaban las persianitas. Escuchó el título del cuento, El camello cojito, y que la profe comenzó a cantar la canción con la que siempre empezaba. “Te voy a contar un cuento, un cuento chiquirritín… , soñarás feliz…”, y ya no acompañó con gestos lo de la ola, lo del barco, lo del pez, lo de la caracola y lo de la sirena.

Medio dormía, medio escuchaba, subía las persianitas y se le bajaban sin querer. Y le pareció que el cuento iba de uno de los camellos de los Reyes Magos, que iba cargado de regalos en la caravana y que tuvo la mala suerte de pincharse con un cardo en el camino, y que hizo muy lento el caminar de Sus Majestades. Y le pareció entender, entre subida y bajada de persianitas, que los Reyes llegaban tarde con los regalos al Niño por culpa del camello cojito, que se sentía muy triste y muy apenado, y que casi no podía andar. “Vaya birria de camello, que en Oriente te han vendido”, creyó oír.

Y Manuel, que tenía el pie derecho vendado y muy dolorido, por un esguince que se había hecho en el gimnasio, empezó a empujar al camello y cogió algunos regalos para ayudarlo con la carga, mientras le hablaba y le daba ánimos. “¡Ánimo, ánimo, camellito cojito!”, “¡Venga, que llegaremos a tiempo!”, y palabras parecidas le decía. Pero él sabía que no era de mucha ayuda, que los dos estaban cojitos. Ambos sudaban y sufrían porque ya no podían más. Se caía la mirra y Manuel la recogía y la ponía de nuevo en su sitio.

Se pasó la Nochebuena y llegaron al amanecer. Tarde, muy tarde. El camello, por fin, pudo descansar. Lo primero que hizo fue tumbarse y darle topadas con la cabeza a Manuel, como agradecimiento. Manuel le dio un gran abrazo, colgadito de su cuello, con el pie también dolorido. Luego le cogió la pata, le sacó la espina y el camello cojito sintió, por fin, alivio. Se quitó la venda y se la enrolló al camellito, que sangraba un poco.

“Tanta prisa, tanta prisa…, si el remedio había sido sencillo”.

Antes de despertarse, había oído que el Niñito había dicho que no quería ni oro, ni incienso, ni mirra, esos regalos tan fríos, que quería al camellito, que quería ser su amigo.

Los Reyes se quedaron sorprendidos. Mientras, el camello, que se había echado, le hacía cosquillas al Niño. Y Manuel, también curado su pie, fue a contemplar a Jesús y a tirarle un besito.

Logró, por fin, levantar sus persianitas, justo cuando Bea acababa el cuento. “Y colorado colorucho, este cuento me ha gustado… ¡Muuucho! Y colarado colorete, por la chimenea sale un… ¡Coheeete!”, formas de acabar que ya cantaban todos y a las que se unió Manuel. Estaba temblando, pensaba que les iba a preguntar sobre el cuento, pero se debía haber hecho tarde y, rápidamente, mandó hacer la fila para salir.

Manuel se levantó, se colgó la mochila y se puso en su lugar, el último. Ya no le dolía el pie y notó que no tenía la venda. Se quedó, entonces, pensando en las sensaciones que acababa de vivir. Tantas y tan emocionantes, que se sentía aún en el cuento. La más fuerte fue la certeza de que el Niñito Manuel siente debilidad por los más débiles y por los enfermos.

Esta certeza lo acompañó toda su vida. Y, si alguna vez tenía dudas, le bastaba con recordar el sueño del camello cojito y cómo él estuvo dentro.

Octavio C. Velasco

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