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Madre de la Esperanza

 

Por Octavio C. Velasco
Publicado originalmente en la revista CHRISTUS 2023
Fotografía de Alonso Barco

 

En todas las culturas, sociedades y civilizaciones, tanto en el ámbito individual como en el colectivo, ha estado presente la esperanza –y está-, como don o gracia, para la resistencia ante el mal existente en la vida de los hombres o para la lucha contra él. La esperanza ha sido -y es- el latir en los momentos de más fragor, interno o externo, y en el día a día. Sin ella no se comportan bien la congoja, la pena, el tormento, la aflicción moral… o mil males más -físicos, psíquicos, emocionales y sociales, entre otros- que hallamos en el camino. Sin ella, no se vive.

Ya Hefesto, entre los griegos, por amor a Pandora, la colocó en la caja, a escondidas, como aliento y bendición y, movidos por este don, los hombres decidieron seguir adelante a pesar de todas las desgracias. Ya no importaba tanto lo mucho que tuvieran que sufrir, la humanidad conservaría siempre la esperanza en una vida mejor, en la que no existiera el dolor ni la pena, la guerra, la enfermedad o la muerte.

Y ya los primeros cristianos creían que la Virgen María, en la gloria celeste, se preocupaba -y se preocupa, así lo creemos- de manera maternal de sus hijos. Por ello, en toda necesidad, en toda dificultad y cuando la Iglesia ha estado -o está- en peligro, pudieron -y podemos- invocarla como Madre de Esperanza.

María es una figura importante en la historia de la salvación. Con su ascensión a la gloria, que también esperamos alcanzar según las promesas de Nuestro Señor Jesucristo -decimos al final de la Salve-, no está fuera y ausente, sino presente en nuestro caminar diario, en nuestras vidas. Por su fíat es modelo para cada cual y es ejemplo de todo creyente: “He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra” (cf. Lc 1, 38). Nos propone oír la palabra de Dios, meditarla en el corazón (cf. Lc 2, 19) e intentar plasmarla en la vida y en las obras. A día de hoy, la sociedad propugna valores contrarios a la humildad y a la disponibilidad para cumplir la voluntad de Dios; sin embargo, los encontramos en María y son centrales en las enseñanzas de Cristo, quien fue humilde Él mismo (cf. Flp 2, 6-11).

Como Madre de Jesucristo, Cabeza de la Iglesia, ella es también Madre de todos los cristianos y de todos los hombres.

En cierto modo, como María tuvo una especial cercanía a su Hijo y a su obra salvadora, Ella también participa de su papel de mediador de la gracia. No obstante, no es mediadora en el mismo sentido en que Cristo es mediador, pues Cristo es el único mediador entre Dios y los hombres (cf. 1 Timoteo 2, 5-6). María solo es mediadora en virtud de la mediación de Cristo y por su participación en ella.

Somos sus hijos. En el evangelio de Juan (cf. 19, 25-27) se dice sobre la crucifixión de Jesús: “Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María la mujer de Cleofás y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y al lado, al discípulo predilecto, dice a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Después dice al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Juan, el discípulo predilecto, representa a los discípulos de Jesús, a la Iglesia fundada en la cruz, a todos los creyentes. María, por su parte, se convierte así en Madre de la Iglesia y de los discípulos de Cristo, en Madre tuya y mía, en Madre nuestra.

La maternidad de María era materia de fe ya en los primeros siglos de nuestra era. Nos lo muestra la oración más antigua que conocemos, la célebre Sub tuum praesidium, “Bajo tu amparo” –“Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios; no desprecies nuestras súplicas en las necesidades, antes bien líbranos siempre de todos los peligros, ¡oh Virgen gloriosa y bendita!”- (siglo III).

Para la devoción popular, María es también la Madre Dolorosa, que vemos en numerosas representaciones de la Piedad. La Madre que sostiene en sus brazos al Hijo muerto es una imagen muy humana. De modo que María es Madre y hermana de muchas madres que lloran a sus hijos. Y lo es de los pobres y de los oprimidos, de los atribulados, de los insignificantes, de los que están en las orillas de la vida… y, a la par, de los alegres y llenos de esperanza.

El “Acordaos” de San Bernardo refleja muy claramente la advocación a María como Madre de Esperanza: “Acuérdate, oh piadosísima Virgen María, que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a tu protección, implorando tu asistencia y reclamando tu socorro, haya sido abandonado de ti. Animado con esta confianza, a ti también acudo, ¡oh Madre, Virgen de las vírgenes! Y, aunque gimiendo bajo el peso de mis pecados, me atrevo a comparecer ante tu presencia soberana. No desoigas mis súplicas, ¡oh Madre de Dios!, antes bien, inclina a ellas tus oídos y dígnate atenderlas favorablemente”.

La oración a María más conocida es el Avemaría. El inicio es el saludo del ángel y la exclamación de Isabel: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (cf. Lc 1, 28). “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre, Jesús” (cf. Lc 1, 42). En la segunda parte rogamos su intercesión para alcanzar la vida eterna: “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”. Es decir, oramos a María para que nos ayude a entrar en la gloria eterna, de la que ella ya participa, y para que nos ayude también en el ahora, como Madre de Esperanza.

También en la Salve. La invocamos como “Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra“. A ella “llamamos” y “suspiramos”, la declaramos “abogada nuestra”, le pedimos que “vuelva a nosotros sus ojos misericordiosos” y le rogamos, doblemente, “que nos muestre a Jesús, fruto bendito de su vientre” y que, como “clementísima, piadosa, dulce Virgen María y Santa Madre de Dios, seamos dignos de alcanzar las promesas de nuestro Señor Jesucristo”.

María nos dice que no es ninguna esperanza vacía o vana, no es ninguna ilusión, ninguna proyección de nuestras añoranzas y deseos profundos, sino una realidad en la fe, porque Dios mantiene la fidelidad a su Pueblo, a cada ser humano y a todas sus creaturas. De modo que, a lo largo de los siglos, hemos necesitado -¡y necesitamos!- a María como signo e instrumento de esperanza.

Ello porque, primeramente, “Cristo es el centro de la historia de la humanidad, y también el centro de la historia de todo hombre. A él podemos referir las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias que entretejen nuestra vida. Cuando Jesús es el centro, incluso los momentos más oscuros de nuestra vida se iluminan, y nos da esperanza” (Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, 24-11-2013, Papa Francisco).

Hoy, en unos tiempos en los que, de alguna manera, hemos perdido la esperanza y nos contentamos con las pequeñeces y las insignificantes alegrías del momento, necesitamos a Nuestra Madre de la Esperanza, que nos dé aliento, nos infunda paciencia y un gran corazón para los más profundos deseos de nuestra alma. Nadie puede vivir sin esperanza. Ningún individuo, ningún pueblo, ninguna comunidad.

Por ello, en el Santo Rosario, al final de las Letanías de Nuestra Señora, además de mostrarle nuestro agradecimiento por su ayuda e intersección en el “ahora y en la hora de nuestra muerte” -que frecuentemente olvidamos- podemos decir juntos:

Oremos: Te pedimos, Señor, que nosotros, tus siervos, gocemos siempre de salud de alma y cuerpo; y que, por la intersección de santa María, la Virgen, nos libres de las tristezas de este mundo y nos concedas las alegrías del cielo, y te rogamos, junto a Nuestra Madre de la Esperanza, por los parados, los enfermos, los que están solos o abandonados, los desesperanzados, los que no son capaces de entusiasmarse con la vida o de realizarse, los infelices, los que pasan hambre y sed, los enfermos, los que carecen de sanidad o de medicinas, los que sufren por las guerras y los desplazamientos o por cualquier tipo de injusticia que no nos deja caminar esperanzados en la vida. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Ave María Purísima, Madre de la Esperanza. R. Sin pecado concebida”.
 

Octavio C. Velasco

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